¡Levanta Mamadou! Levanta! Que ya son las 8!

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Y Mamadou, de un salto, salió de la cama.

Con los ojos aún cerrados, tanteó el suelo,

sintió sus zapatos, se los puso, cogió la mochila y se apresuró a salir de allí.

Cuando abrió los ojos y espabiló, ya estaba en la calle.

Mamadou, ¿a dónde vas? Una voz sonó tras él.

Una voz tranquila y dulce.

¿Qué haces ahí fuera en pijama? ¿Por qué no has desayunado?

¿Dónde vas con la mochila de la peque?.

El chico se volvió a la voz, miró a un lado y otro de la calle.

Se miró los pies, las manos, la mochila rosa de Peppa pig,

Y sonrió.

Sonrió a carcajadas.

Sonrió tan grande, que sus ojos lloraban.

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Lentamente, regresó a la casa,

y en esa inmensidad de segundos que separaban la calle de la puerta,

repasó su vida.

Y no, ya no estaba en el albergue.

Ya no tenía que levantarse, y con lo puesto, salir de allí y

deambular, horas y horas por el pueblo, horas y horas, bancos y plazas,

miradas, dedos que señalan.

Ya no tenía que hacer cola en el comedor social,

ni volver al toque de queda al albergue para no quedar en la calle.

Ahora estaba la Mami, y la peque, que le miraba con ojos de cabreo mientras se abrazaba a su Peppa pig.

Ahora el despertador sonaba para ir al instituto,

para darle tiempo a vestirse, a desayunar,

Para darle tiempo a preparar su mochila,

para hablar con los ojos pegados con su nueva mami,

y para sentirse de nuevo un adolescente.

 

Lupa Sinestris

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